Alfred de Musset - Las noches



                 La noche de mayo
 
                         LA MUSA
Poeta, toma tu laúd y ven a besarme:
la flor de la eglantina siente que sus pétalos se abren.
La primavera nace esta noche; los vientos se encienden;
y el aguzanieves, aguardando la aurora,
en los primeros arbustos verdes comienza a posarse;
poeta, toma tu laúd y ven a besarme.

                        EL POETA
¡Qué oscuro está el valle!
Me pareció ver una forma velada
flotando allá lejos en el bosque;
creí verla deslizarse por el prado,
apenas rozando con sus pies la hierba.
Fue una extraña ensoñación,
pero ya se disipó y desapareció.

                         LA MUSA
Peta, toma tu laúd; la noche, sobre el césped,
mece a los céfiros en su velo fragante.
La rosa, virgen aún, se cierra celosamente
sobre el nacarado abejorro al que, muriendo, embriaga.
¡Escucha! Todo calla, todo piensa en su bienamada.
Esta noche, bajo los tilos, en la sombría enramada,
el último rayo del ocaso un más dulce adiós ha dejado.
Esta noche todo va a florecer: la inmortal naturaleza
se llena de perfumes, de murmullos y de amor,
como el feliz lecho de dos jóvenes esposos.

                        EL POETA
¿Por qué mi corazón late tan rápido?
¿Qué hay en mí que se agita
y que me hace sentir aterrado?
¿No han golpeado a mi puerta?
¿Por qué mi vela casi extinguida
me enceguece con su claridad?
¡Oh, Dios!, todo mi cuerpo tiembla.
¿Quién se acerca? ¿Quién me llama?
Nadie. Estoy solo; es la hora, que suena.
¡Oh, soledad!, ¡oh, pobreza!

                         LA MUSA
Poeta, toma tu laúd; el vino de la juventud
fermenta esta noche en las venas de Dios.
Mi pecho está inquieto, la voluptuosidad lo oprime,
y los vientos alterados llenan de fuego mis labios.
¡Oh, perezoso niño!, mírame, soy bella.
¿No recuerdas acaso nuestro primer beso,
cuando estabas tan pálido al contacto de mis alas
y, con ojos llenos de lágrimas, te arrojaste a mis brazos?
¡Ah!, yo te consolé entonces de un amargo sufrimiento.
¡Ay!, demasiado joven aún, tú te morías de amor.
Consuélame tú a mí esta noche: yo me muero de esperanza,
tengo que rezar para vivir hasta mañana.

                        EL POETA
¿Es, pues, tu voz la que me implora,
oh, mi pobre musa? ¿Eres tú?
¡Oh, mi flor! ¡Oh, mi siempreviva!
¡La única alma púdica y fiel
en la que aún queda amor por mí!
¡Sí, eres tú, mi blonda amada,
eres tú, mi señora y hermana!
Ya siento, en la noche profunda,
atravesar mi pecho los destellos
de tu dorada túnica que me inunda.

                         LA MUSA
Poeta, toma tu laúd; soy yo, tu siempreviva,
que esta noche te he visto triste y silencioso,
y que, como un ave al ser llamada por sus crías,
a llorar contigo de lo alto de los cielos he descendido.
Vamos, tú sufres, amigo. Alguna aflicción solitaria
te consume; algún dolor gime en tu corazón;
algún amor te ha nacido, tal como se lo ve en la tierra:
una sombra de placer, un espejismo de felicidad.
Vamos, cantemos ante Dios de tus pensamientos,
de tus penas pasadas, de tus placeres perdidos;
partamos, con un beso, hacia un mundo desconocido;
despertemos al azar los ecos de tu vida;
hablémonos de alegría, de gloria y de locura,
y que todo sea un sueño, el primero que nos acuda;
inventemos alguno de esos lugares donde uno olvida;
partamos, estamos solos: el universo es nuestro.
He aquí la verde Escocia y la morena Italia,
y Grecia, mi madre, donde la miel es tan dulce;
también Argos, y Pteleón, aldea de las hecatombes,
y Mesa la divina, agradable a las palomas,
y el frondoso ceño del cambiante Pelión,
y el azul Titareso, y el golfo de plata que muestra
en sus límpidas aguas, en las que el cisne mira
su reflejo, la blanca Cámiros y la blanca Olosón.
Dime, ¿a qué sueño de oro nos arrullarán nuestros cantos?
¿De dónde vendrán las lágrimas que vamos a derramar?
Esta mañana, cuando el día había herido tus párpados,
¿qué serafín pensativo, inclinado sobre tu cabecera,
agitaba lilas en sus ligeras vestimentas
y te hablaba en voz baja de amorosos ensueños?
¿Cantaremos la esperanza, la alegría o la tristeza?
¿Empaparemos de sangre a los batallones de acero?
¿Suspenderemos al amante de una cuerda de seda?
¿Arrojaremos la espuma del corcel a los vientos?
¿Diremos qué mano, en las innumerables lámparas
de la mansión celeste, enciende noche y día
el santo aceite del amor eterno y de la vida?
¿Gritaremos a Tarquinio: «¡Es hora, he aquí la sombra!»?
¿Descenderemos a buscar la perla al fondo de los mares?
¿Conduciremos a la cabra hacia los amargos ébanos?
¿Mostraremos el cielo a la Melancolía?
¿Seguiremos al cazador por los montes escarpados
mientras la corza lo observa, llora y suplica?
Sólo los brezos la oyen; sus cervatos son recién nacidos;
él se inclina, la degüella y la arroja a la encarna,
exprimiendo sobre los perros su corazón aún vivo.
¿Pintaremos a una doncella de encendidas mejillas
que, llegando a misa mientras un paje la sigue,
con una mirada distraída, al lado de su madre,
sobre sus labios entreabiertos su plegaria olvida
pues temblando escucha, en el eco de las columnas,
el resonar de las espuelas de un audaz caballero?
¿Pediremos a los antiguos héroes de Francia
que suban armados a las almenas de sus torres
y que resuciten el siempre ingenuo romance
que su olvidada gloria enseñó a los trovadores?
¿Vestiremos de blanco una suave elegía?
¿Nos narrará el hombre de Waterloo su vida
y el modo en que abatió a multitudes de humanos
hasta que el negro enviado de la noche eterna vino
a derribarlo con un golpe de ala sobre una verde colina
y a sobre su corazón de hierro hacerle cruzar las manos?
¿Clavaremos al paredón de una sátira altiva
el nombre siete veces vendido de un pálido panfletista
que, empujado por el hambre, del fondo de su olvido
se levanta, tiritando de impotencia y de envidia,
para sobre la frente del genio insultar la esperanza
y morder el laurel que con su aliento mancha?
¡Toma tu laúd, toma tu laúd, ya no puedo callarme!
¡Mis alas me elevan al soplo de la primavera,
el viento me va a llevar, voy a dejar la tierra!
¡Una lágrima tuya! Dios me escucha; ya es tiempo.

                        EL POETA
Si no necesitas más, querida hermana,
que un beso de labios amigos
y una lágrima de mis pestañas,
te los daré a ambos sin dificultad;
que te recuerden nuestro amor
cuando regreses a los cielos.
Mas yo no cantaré ni la esperanza,
ni la gloria, ni la alegría,
¡ay!, ni aun el sufrimiento.
Mi boca guarda silencio
para escuchar hablar al corazón.

                         LA MUSA
¿Crees, pues, que soy como el viento de otoño,
que se nutre de lágrimas sobre los sepulcros
y para quien el dolor no es sino una gota de agua?
¡Oh, poeta!, toma un beso: soy yo quien te lo da.
La hierba que yo quiero arrancar de este lugar
es la de tu lánguido ocio; tu dolor pertenece a Dios.
Cualquiera sea el mal que tu juventud soporta,
deja crecer esa sagrada herida que los ángeles
de las tinieblas te han abierto en el corazón:
nada nos engrandece tanto como un enorme dolor.
Mas no creas que por estar así herido, oh, poeta,
tu voz deba permanecer acá abajo en silencio:
los cantos desesperados son los cantos más bellos,
y yo conozco algunos inmortales que puros lamentos son.
Cuando el pelícano, fatigado por un largo viaje,
en las brumas de la noche retorna a su cañaveral,
sus crías hambrientas se dirigen a la costa
al verlo, desde lejos, abatirse sobre las aguas.
Así, ansiosos por recibir y compartir la presa,
corren en pos de su padre con gritos de alegría,
sacudiendo sus picos sobre sus enormes bocios.
Él, ganando a lentos pasos una roca elevada,
resguarda a sus crías con una de sus alas
y, melancólico pescador, echa una mirada a los cielos.
La sangre mana abundantemente de su pecho abierto;
en vano ha registrado las profundidades del mar:
el océano estaba vacío; y la playa, desierta;
de modo que por todo alimento les ofrece su corazón.
Sombrío y silencioso, tendido sobre la piedra,
dividiendo entre sus hijos sus vísceras paternas,
en su amor sublime arrulla su dolor
y, mientras observa a su pecho sangrar,
en ese festín de muerte vacila y se desploma,
ebrio de voluptuosidad, ternura y horror.
Pero a veces, en medio del divino sacrificio,
cansado de agonizar en un tan largo suplicio,
siente que sus hijos lo dejarán con vida;
entonces se yergue, abre sus alas a los vientos,
hiere entre gritos salvajes su débil corazón
y lanza, en medio de la noche, un tan fúnebre adiós
que las aves del mar abandonan la costa
y el viajero rezagado en la playa, sintiendo
pasar la muerte, encomienda su alma a Dios.
Poeta, es así como hacen los grandes de la pluma:
ellos entretienen a quienes viven un tiempo,
mas los banquetes humanos que sirven en sus festines
casi siempre a los de los pelícanos recuerdan.
Cuando hablan de esperanzas frustradas,
de tristeza, de olvido, de desdicha y de amor,
no se trata de un concierto para ensanchar el corazón;
sus declamaciones tal como las espadas son:
trazan en el aire un círculo deslumbrante,
pero siempre puede verse allí pender una gota de sangre.

                        EL POETA
¡Oh, musa, espectro insaciable,
no me lo sigas pidiendo más!
Nadie escribe palabras en la arena
a la hora en que pasa el aquilón.
Hubo tiempos en los que mi juventud
estuvo siempre sobre mis labios
presta a como un ave cantar;
mas he sufrido un duro martirio
y lo menos que de él puedo decir
es que, si intentara cantarlo con mi lira,
como a una frágil caña la quebraría.



              La noche de diciembre

                        EL POETA
En los tiempos en que era yo un escolar,
permanecía una noche en vela
en la solitaria sala de mi casa.
A mi mesa vino a sentarse
un pobre niño vestido de negro
que se me parecía como un hermano.

Su semblante era triste y bello;
a la luz del candelabro,
mi libro abierto se acercó a leer.
Inclinó su frente sobre mi mano
y, pensativo, con una dulce sonrisa,
se quedó allí hasta el amanecer.

Cuando estaba por cumplir quince años,
caminaba un día por el bosque,
entre brezales, con lentos pasos.
Al pie de un árbol vino a sentarse
un joven vestido de negro
que se me parecía como un hermano.

Le pregunté por mi camino;
sostenía él un laúd en una mano
y en la otra un ramo de eglantinas.
Dirigiome un saludo amistoso
y, volviéndose un poco,
me señaló una lejana colina.

A la edad en la que uno cree en el amor,
hallábame un día solo en mi cámara
llorando mi primer desengaño.
Al lado del fuego vino a sentarse
un extraño vestido de negro
que se me parecía como un hermano.

Veíase triste e inquieto;
en una mano sostenía una espada
y con la otra señalaba a los cielos.
Por mi dolor parecía sufrir,
pero sólo lanzó un leve suspiro
y se desvaneció como un sueño.

A la edad en la que uno es libertino,
para beber un brindis en un festín
un día elevé mi vaso.
Frente a mí vino a sentarse
un invitado vestido de negro
que se me parecía como un hermano.

Debajo de su capa se agitaban
andrajos de una púrpura hechos jirones;
sobre su cabeza, un mirto estéril.
Su delgado brazo buscó el mío,
y mi copa, al chocar con la suya,
se rompió en mi mano débil.

Un año después, en medio de la noche,
junto al lecho en el que mi padre
acababa de morir me hallaba arrodillado.
Junto a la cabecera vino a sentarse
un huérfano vestido de negro
que se me parecía como un hermano.

Sus ojos estaban llenos de lágrimas;
como los ángeles del dolor,
llevaba puesta una corona de espinas;
su laúd yacía en el suelo,
su púrpura era del color de la sangre,
y una espada contra su pecho sostenía.

Muy bien recuerdo yo que siempre
he reconocido a ese extraño
en todos los instantes de mi vida.
Es una visión muy singular,
y, sin embargo, ángel o demonio,
he visto por doquier a esa sombra amiga.

Cuando más tarde, cansado de sufrir,
para renacer o para al fin morir,
quise exiliarme de Francia;
cuando, impaciente por marcharme,
quise partir para buscar
los vestigios de una esperanza;

en Pisa, al pie de los Apeninos;
en Colonia, frente al Rin;
en Niza, en las cuestas de los valles;
en Florencia, en el fondo de los palacios;
en Brig, en los viejos chalets;
en el desolado seno de los Alpes;

en Génova, bajo los limoneros;
en Vevey, bajo los verdes manzanos;
en El Havre, ante el Atlántico;
en Venecia, en el inmenso Lido,
allí donde, sobre la hierba de una tumba,
encuentra su muerte el pálido Adriático;

por donde quiera que, bajo los vastos cielos,
haya cansado yo mi corazón y mis ojos
mientras sangraba por una herida eterna;
por donde quiera que el rengo Tedio,
acarreando mi fatiga detrás de sí,
me haya arrastrado sobre una cerca;

por donde quiera que, alterado sin cesar
por la sed de un mundo desconocido,
haya yo seguido la sombra de mis fantasías;
por donde quiera que, sin haber vivido,
haya vuelto a ver aquello que mil veces vi,
el rostro humano y sus viles mentiras;

por donde quiera que, en los caminos,
haya yo apoyado mi frente en mis manos
y como una débil mujer sollozado;
por donde quiera que, como un cordero
que deja a los zarzales su lana, haya
sentido que mi espíritu se veía despojado;

por donde quiera que haya querido dormir,
por donde quiera que haya querido morir,
por donde quiera que haya pisado,
en mi camino ha venido a sentarse
un desdichado vestido de negro
que se me parecía como un hermano.

¿Quién eres, tú que durante toda mi vida
siempre has aparecido en mi camino?
No puedo creer, al ver tu melancolía,
que eres mi malvado destino.
Tu dulce sonrisa encierra una gran paciencia;
tus lágrimas, una gran piedad.
Al verte, no puedo sino amar a la Providencia;
tu dolor mismo es hermano de mi sufrimiento:
recuerda mucho a la amistad.

¿Quién eres? No eres mi ángel guardián,
pues jamás me vienes a advertir.
Tú observas mis males (¡es algo tan extraño!)
y sólo me contemplas sufrir.
Por veinte años has compartido mi camino
y aún no sé cómo llamarte.
¿Quién eres, si es Dios quien te envía?
Tú me sonríes sin compartir mi alegría,
tú me lloras sin jamás consolarme.

Incluso esta misma noche te he visto aparecer.
Era una muy triste velada;
las alas del viento golpeaban mi ventana,
y yo estaba solo, inclinado sobre mi cama.
Contemplaba un lugar amado en ella,
tibio aún por un beso ardiente,
y pensaba en cómo la mujer olvida
sintiendo que de mí lentamente
era arrancado otro jirón de mi vida.

Estaba juntando algunas cartas de la víspera,
algunos cabellos, algunos vestigios de amor,
y todo ese pasado me gritaba
sus eternos juramentos de un solo día.
Contemplaba esas sagradas reliquias
que hacían a mis manos temblar,
esas devoradas lágrimas del corazón
que los ojos que las han derramado
mañana ya no las reconocerán.

Mientras envolvía en un trozo de paño buriel
esas ruinas de días más felices,
me decía que, lo que en este mundo dura,
mucho más que un mechón de cabellos no es.
Como quien se sumerge en un mar profundo,
así entre tanto olvido yo me perdía.
Por todos lados hacía girar la sonda,
y lloraba solo, lejos de los ojos del mundo,
por mi desdichado amor ya sin vida.

Iba a poner un sello de cera negra
sobre ese frágil y caro tesoro;
iba a devolverlo y, sin poder aún creerlo,
seguía todavía dudando entre sollozos.
¡Ah, débil mujer, orgullosa e insensata:
aun a tu pesar no podrás olvidar!
¿Por qué, oh, Dios, faltar así a la verdad?
¿Por qué esas lágrimas, esa garganta oprimida,
esos lamentos, si ya no amabas más?

Sí, tú languideces, tú sufres y lloras,
mas tu mentira entre nosotros está.
Pues bien, ¡adiós! Contarás todas las horas
que de ti me separarán.
¡Vete, vete, y en tu corazón de hielo
llévate tu orgullo satisfecho!
Yo aún joven y vivaz el mío siento,
y muchos males aún podrán encontrar lugar
sobre el mal que tú me has hecho.

¡Vete, vete! La inmortal naturaleza
no te lo ha querido todo dar.
¡Ah, pobre niña, que quieres ser bella
y no sabes perdonar!
Vamos, vamos, sigue tu destino;
quien te pierde no todo lo ha perdido.
Arroja al viento nuestro amor consumado.
¡Y tú, eterno Dios, tú a quien tanto amé!:
si tú te vas, ¿para qué me has querido?

Mas súbitamente he visto en la negra noche
a una forma silenciosa deslizarse.
Por mi cortina he visto pasar una sombra;
ha venido a sobre mi lecho sentarse.
¿Quién eres, melancólica y pálida figura,
sombrío retrato mío vestido de negro?
¿Qué quieres de mí, triste ave de paso?
¿Eres un fútil sueño? ¿Eres mi reflejo
que percibo en un espejo?

¿Quién eres, espectro de mi juventud,
peregrino al que nada ha cansado?
Dime por qué te encuentro sin cesar
sentado en las sombras por donde paso.
¿Quién eres, visitante solitario,
asiduo espectador de mi dolor?
¿Qué has hecho para seguirme por la tierra?
¿Quién eres, quién eres, hermano mío,
que sólo apareces en mis días de aflicción?

                        LA VISIÓN
Amigo, nuestro padre es el mismo.
Yo no soy ni el ángel guardián
ni el malvado destino de los hombres.
De aquellos que amo, nunca puedo
saber hacia dónde dirigen sus pasos
sobre este poco de fango que pisamos.

Yo no soy ni dios ni demonio,
y tú me has apelado por mi nombre
cuando me has llamado tu hermano;
a donde vayas yo siempre estaré,
hasta el último de tus días,
cuando a sentarme en tu lápida iré.

El cielo me ha confiado tu corazón.
Cuando te halles sumido en el dolor,
acércate a mí sin inquietud;
por todos los caminos te seguiré,
aunque nunca podré tu mano tocar.
Amigo, yo no soy sino la Soledad.


Traducciones de E. Ehrendost.


Disponibles en Editorial Alastor:




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